Desde la década de los años 50 del siglo pasado, se hizo más que evidente en la literatura económica y sociológica la preocupación por el subdesarrollo en distintas regiones del mundo. El interés por el estudio de las condiciones materiales de vida como problema que afectaba a un conjunto importante de países inclinó los enfoques y el análisis a explicar los aspectos de orden estructural que impiden el desarrollo de los países denominados periféricos o tercermundistas, algunos de los cuales habían obtenido su independencia política en el proceso de descolonización posterior a la II Guerra Mundial.
En el periodo de posguerra, en muchas naciones subdesarrolladas, se adoptaron modelos económicos que respondían a la lógica de crecimiento neoclásico, el cual priorizaba el crecimiento económico como objetivo fundamental por medio del ahorro interno, la inversión pública en infraestructuras productivas, el impulso del tejido industrial mediante la sustitución de importaciones y el apoyo estatal a través de subsidios y exenciones fiscales a grandes grupos corporativos económicos.
Al mismo tiempo, destaca el predominio de políticas económicas expansivas con especial interés en la aplicación de los instrumentos monetarios y comerciales. Esas acciones se ampararon en la necesidad de crecer para posteriormente distribuir las riquezas generadas a través de los mecanismos de la economía de mercado. En ese orden, el anhelado desarrollo económico sustentado en el modelo neoclásico y en algunas políticas de fomento de tipo keynesiano no arrojó los resultados esperados en materia de progreso social.
En consecuencia, las críticas al modelo de crecimiento económico promovido por las economías de los países menos adelantados no se hicieron esperar. De manera que, primero, se advirtió que el crecimiento económico no derivaba automáticamente en desarrollo económico, y, segundo, que la ausencia de políticas sociales debidamente definidas se convertía en un freno para que los buenos resultados macroeconómicos se tradujesen en logros sociales en cuanto a la reducción de la pobreza, la desigualdad y el mejoramiento de los servicios públicos.
La descoordinación entre políticas económicas y sociales en la práctica ha tendido a favorecer la preeminencia del desenvolvimiento económico per se en desmedro del desarrollo social. En tal sentido, las nuevas propuestas para superar el atraso de los países subdesarrollados entienden que los objetivos supremos del “buen vivir” o bienestar deben ser considerados como derechos fundamentales, y, de hecho, así lo consagran conceptualmente las constituciones políticas modernas al incluir el derecho a la seguridad social, al empleo remunerado, a la vivienda, a la educación, a la salud e incluso al medioambiente sano.
Se ha entendido convenientemente superar la visión que supedita el desarrollo humano a factores estrictamente económicos, sin obviar la importancia indiscutible que debe jugar la dinámica económica como condición necesaria, aunque no suficiente, para lograr mayores cotas de calidad de vida en los países subdesarrollados. En ese sentido, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), contenidos en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, privilegian al ser humano y su entorno ambiental como las dimensiones más importantes del desarrollo.
Para la consecución de los ODS se requiere un rediseño institucional de hondo calado que coloque las políticas públicas al servicio e intereses de las personas y la naturaleza, y garantice la dignidad de todos los seres humanos. Es decir, que los beneficios del desarrollo deberían cubrir necesidades tan elementales como la alimentación, la atención de salud y el acceso a la educación de la población. Asumir e implementar integralmente los ODS debe entenderse por las sociedades como un compromiso de deuda social y no como una innovación de la posmodernidad.
No es posible cumplir mínimamente los ODS si no se logra una alianza global y un cambio de paradigma donde se asuma de manera consciente que el planeta es uno solo y debemos preservar los ecosistemas y las especies que alberga para beneficio de las presentes y futuras generaciones. Tampoco se puede obviar que la movilidad humana ha sido un factor de desarrollo a lo largo de la historia, mucho antes de la aparición de los Estados nacionales y sus fronteras políticas.
En resumen, los ODS deben ser aplicados con un enfoque local que responda a las diversas realidades concretas y ser pensados globalmente con el fin de aprovechar las redes que ofrecen un conjunto de oportunidades imprescindibles para construir otra mirada posible del desarrollo en nuestra Casa Común, el Planeta Tierra.
“Sin desarrollo nacional no hay bienestar ni progreso.
Cuando hay miseria y atraso en un país no solo
sucumben la libertad y la democracia, sino que corre
peligro la soberanía nacional”.
Arturo Frondizi
Manuel Heredia
Coordinador docente y curricular